Imagen de Mark Dixon, disponible bajo una licencia CC BY 2.0
Expresiones que promuevan odio racial no deberían considerarse protegidas por la Constitución
Hace dos semanas el mundo se estremeció con la muerte de la activista en favor de los derechos civiles, Heather Heyer, quien fue atropellada en Charlottesville, Virgina como resultado directo de una manifestación protagonizada por grupos que abogan por la supremacía racial blanca.
Mientras grupos como el Ku Klux Klan -organizado en los Estados Unidos de América desde 1865– se empoderan mediante un discurso supremacista que consideran protegido por la Primera Enmienda, hoy más que nunca urge preguntarse si promover el odio racial y la xenofobia cabe dentro de la sombrilla de esta protección.
En este espacio hemos subrayado que el ordenamiento jurídico estadounidense protege aquellas expresiones que puedan resultar incómodas u ofensivas. Ello, tal y como analizó la Corte Suprema en Brandenburg v. Ohio (1969), siempre y cuando no inciten a actos violentos, más allá de meramente abogar por estos.
Sin embargo, el profesor de derecho constitucional Carlos Ramos González analiza en su artículo «La libertad de expresión en el derecho constitucional comparado» (2010), que en varias ocasiones la Corte Suprema se ha negado a catalogar las expresiones odiosas o denigrantes como una clasificación especial que pueda reprimirse.
Valga subrayar que, particularmente el sistema interamericano de derechos humanos, sí condena esta categoría de expresión e impone a los estados miembros el deber de aprobar legislación que condene las expresiones de odio racial que inciten a la violencia.
El artículo 13(5) de la Convención Americana sobre Derechos Humanos de la Organización de Estados Americanos, establece que “[e]stará prohibida por la ley toda propaganda en favor de la guerra y toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituyan incitaciones a la violencia o cualquier otra acción ilegal similar contra cualquier persona o grupo de personas, por ningún motivo, inclusive los de raza, color, religión, idioma u origen nacional”.
No obstante, la seriedad que conlleva limitar este derecho de la más alta jerarquía -aún como resultado de sucesos de tal magnitud- no significa que evaluar la imposición de cualquier tipo de restricción deba ser tomado a la ligera.
La Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos considera que medidas con ese objetivo deben «someterse a un estricto juicio de proporcionalidad y estar cuidadosamente diseñada y claramente limitada de forma tal que no alcance a discursos legítimos que merecen protección”.
Es un hecho que los sucesos acaecidos en Charlottesville invitan a repensar la protección que se le reconoce a este tipo de discurso, en la medida que, como expresó recientemente el profesor de derecho Julio Fontanet, habría que plantearse con seriedad si constituye una aportación valiosa al libre mercado de ideas.
Si la expresión “denigrante o de odio” va dirigida o no a un sujeto concreto particular es irrelevante. En Charlottesville quedó probado el alto potencial de generar violencia que reviste este tipo de manifestación pública.
En consecuencia, es indispensable repensar el alcance de las protecciones que hoy cobijan a las expresiones que fomentan el odio racial, pues su resultado ineludible es violencia. Habría incluso que considerar si difundir ese tipo de expresión discriminatoria en una protesta pública constituye un peligro claro e inminente.
Sin lugar a dudas, tal y como expresó Fontanet con acierto en la columna de opinión antes citada y publicada en El Nuevo Día, “[e]l Derecho no es estático, sino que se transforma y adecúa a base de las circunstancias sociales en que se vive”.